Manuel Belgrano se despide de La Ciudadela, su hogar de años. Se aleja de Tucumán a sabiendas de que vienen tiempos oscuros. Por primera vez el Ejército del Norte marcha en sentido contrario, con rumbo sur. Por primera vez no serán los realistas los enemigos, porque correrá sangre compatriota. La guerra civil, espantosa y eterna, atenaza a las flamantes Provincias Unidas. Impulsado por su deber de soldado antes que por su deseo y su pensamiento, Belgrano va -nuevamente- al encuentro de un destino con el que jamás soñó. Un destino que lo inquieta y lo descorazona, Por eso es un hasta luego triste el que le dedica a Tucumán, su patria chica. Volverá, casi agonizante, para conocer a su hija, y Tucumán le dispensará un indignante destrato.
¿En qué piensa Belgrano mientras desanda ese camino tantas veces recorrido? ¿Cuáles son los dolores del espíritu que llegan para sumarse al padecimiento físico? Algunas confesiones se filtran en las cartas enviadas a San Martín y a Güemes, a quienes más que compañeros de armas considera hermanos de la vida. Tal vez Belgrano sienta algo de culpa por esa grieta a la que contempla impotente y angustiado, esa grieta que se tragará al país durante décadas y que volverá, una y otra vez, rizomática e implacable. No hay voces cercanas que exculpen a Belgrano, que calmen sus ansiedades, que le susurren su contribución a la fallida unidad nacional. Pocos meses más tarde Belgrano morirá más afligido por el futuro de la patria que por sus propias frustraciones.
Belgrano se va de Tucumán al mando de una tropa que supo de glorias y de ocasos. Pronto esos soldados cambiarán de general y de convicciones. Tal vez Belgrano se pregunte si no fue demasiado duro en el castigo, celoso en la disciplina. Pero si a sus oficiales no les perdonó ni el mínimo desliz fue, ante todo, porque predicó con el ejemplo. La batalla es otra cosa, una suma de imponderables capaces de arruinar el mejor de los planes. Factores que le jugaron a favor en Tucumán y en contra en Ayohuma. Belgrano, militar por imperio de la revolución, celebra lo que fue y se lamenta por lo que pudo ser.
Imposible no enredarse de nostalgia recorriendo el Campo de las Carreras. Belgrano pisa la tierra despacio, las botas deshaciendo los terrones, los ecos del 24 de septiembre replicados en el atardecer. Tucumán como última frontera del avance realista, como límite de una reconquista frustrada por el Ejército del Norte. El fin, absoluto, del Virreinato del Río de la Plata. Belgrano mira el cielo, ese que oscureció una manga de langostas en el instante preciso, para horror del enemigo, y le aflora la sonrisa genuina. Fue un puñado de años atrás, parece una eternidad.
Belgrano deja ese Tucumán poscolonial tan chiquito que la aldea se cruza en cuestión de minutos. El Cabildo a medio construir, la Iglesia Matriz, San Francisco, el potrero gigante que algún día será la plaza Independencia. Espacios que Belgrano ha surcado tantas veces, en el ida y vuelta con el cuartel. Y la casa de los Laguna.
Belgrano retrocede hasta los días de julio, cuando llegó a Tucumán para encontrarse con un Congreso en ebullición. Y no olvida las expresiones -el escepticismo, el sarcasmo, el escándalo- cuando defendió la idea de una monarquía constitucional encabezada por un descendiente de los incas. Es el Belgrano incomprendido y rechazado, por más que con su proyecto se alineara San Martín. Cuando Tucumán va quedando atrás, entre el polvo que levanta la columna y el espanto de lo que viene para el país naciente, Belgrano se sabe factor de la Independencia y testigo de su proclamación, pero las cosas no terminan de encajar.
Será que a Belgrano le cuesta abandonar una tierra que entrelazó el amor y la pasión. A Tucumán lo siguió María Josefa Ezcurra para acompañarlo en los pasajes más ardorosos de la campaña. En Tucumán se enamoró de la mirada profunda e irresistible de María Dolores Helguero. Tal vez Belgrano piense en esas mujeres que lo hicieron padre, que le dieron todo al hombre, no al prócer. ¿Qué será de mis hijos?, se preguntará Belgrano mientras Tucumán va quedando atrás. La historia, más dada a los mensajes que a los caprichos, enseña que Pedro -adoptado por Juan Manuel de Rosas- murió a los 50 años, en 1863. La misma edad a la que murió su padre, Manuel Belgrano. Mónica Manuela quedaría al cuidado de la familia Belgrano hasta el último día. Nada de esto puede saber el general, para quien la vida familiar es un fruto prohibidísimo. No habrá retiro dorado ni vejez plácida. A Belgrano, ese que abandona Tucumán al frente de un Ejército que será suyo para toda la eternidad, el resto de vida que le queda se mide en meses.
Puede que a Belgrano, el estadista, el librepensador ilustrado e industrialista, la idea fija lo persiga aún en ese momento y se pregunte ¿qué será de Tucumán cuando de una vez por todas encontremos la paz? ¿Cuál será su lugar en el país y en el mundo? ¿Dónde latirá la fuerza productiva de esta gente, que es mi gente? Tal vez de estos temas charló en extenso con el obispo Colombres durante los agitados días del Congreso. Belgrano moriría sin descubrir el germen de la industria azucarera. A la industria la propuso una y otra vez en cartas, artículos y memorias. Pero Belgrano y su anhelo de un país potente, dinámico, productivo, diversificado y federal van diluyéndose a caballo de las mezquindades de la época. Le han ordenado que ponga al Ejército del Norte al servicio de las luchas intestinas y Belgrano obedece, pero convencido de que es un error.
Belgrano contempla Tucumán y es imposible que la emoción no lo domine. Lo entregó todo y más. Hasta el premio de 40.000 pesos conferido por el Triunvirato tras sus victorias. Tal vez imagine la escuela que le donó a Tucumán funcionando a pleno, motor del conocimiento y del crecimiento provincial. Ni siquiera intuye la vergüenza; la promesa incumplida durante más de 190 años. La muerte pondría a salvo a Belgrano de ese capítulo oprobioso, propio de la cara oscura de un Tucumán que Belgrano prefiere no ver. Pero que se ensañaría con él, porque hay un Tucumán que late en su propia oscuridad, entonces y hoy. La otra cara de esa moneda acuñada en el fondo de los tiempos.
Sucedió en 1820, cuando Belgrano busca en Tucumán un rincón para reposar los tormentos de un cuerpo que ya dijo basta. Pero en el fondo ese último viaje tiene un propósito íntimo, disfrazado por la necesidad del descanso. Belgrano conocerá a Mónica Manuela, un consuelo, un retazo de felicidad antes del adiós definitivo. También se dice, sin constancia documental, que un niñito llamado Juan Bautista Alberdi acompañaba a su padre durante las charlas con el General. Pero Tucumán era un polvorín y a Belgrano le tocó quedar en el medio de la lucha por el poder. El levantamiento que conduciría a Bernabé Aráoz a la gobernación ve en Belgrano un obstáculo y Abraham González -quien había combatido bajo sus órdenes- ordena su arresto. Araóz, enfrentado políticamente a Belgrano, pero respetuoso de quien fuera su jefe en la batalla de 1812, atempera las cosas. Para Belgrano es la estocada decisiva. No entiende cómo ni hacia dónde se dirige el país, Regresa entonces a Buenos Aires para encontrarse con la muerte.
¿Dónde estará mi Tucumán?, se pregunta Belgrano en las horas póstumas. Dos veces recogió los restos deshechos del Ejército del Norte y dos veces lo puso de pie. La primera para frenar el embate realista y sellar la Independencia. La segunda, en Trancas, luego del desastre de Sipe-Sipe, cuando la empresa parecía imposible. En el medio, el encuentro con San Martín, las charlas, las confidencias, el trazo de planes. Siempre en ese pedacito norteño de país que hizo suyo.
Belgrano se muere, hace 200 años, rodeado de enemigos y carente de certezas. Se va en 1820, año emblemático, divisor de aguas entre lo que sería el infierno de unitarios versus federales. No le quedan otra cosa que recuerdos y un legado que, poco a poco, iría reconstruyéndose. Casi en silencio, sin alboroto. Cuando se apaga la llama de Belgrano en sus ojos no puede faltar el perfil de la tierra que lo hizo gigante. Tucumán, muy lejos y a la vez tan pero tan cerca.